Siempre he sabido que Natalia Ruiz-Poveda era una poeta espectacular. Desde que nos conocemos, desde nuestros primeros ronroneos reticentes, sus versos me han impactado, no solo por la evidente calidad que muestra en ellos, sino también por la manera que tiene de conmover. Por eso mismo, parecía que no había lugar para mi sorpresa, pero sí que lo hay. Leer a Natalia en formato libro hace que la admire incluso más. Construir un poemario, ensamblar todas las piezas que forman su mecánica, no es una tarea nada fácil y ella lo ha conseguido. Paisajes para un cántico (Torremozas, 2016) nos da la sensación de plenitud, de estar ante algo trabajado, sin fisuras. Esto se consigue teniendo en cuenta muchas cosas: la cohesión estilística del libro pero, a la vez, la ruptura consciente de la monotonía; una cierta narratividad que vaya hilando los poemas; la búsqueda de la armonía en su disposición… El poemario de Natalia puede servir perfectamente de ejemplo de todo esto.
Paisajes para un cántico, obviamente -desde el título podemos verlo-, canta, es un poemario cantarín. Solo hay que escuchar el verso que abre el libro para darse cuenta: Solo el eco de alguno de los cánticos / anunciaba el instante en que empezaba el azar a hacer su efecto. La palabra cántico haciendo eco con la palabra eco, el azar soplando su efecto… maravilloso. No solo hay música en el paisaje fonético de los poemas o en el ritmo (no quemaste mi invierno arrodillando / el verso a cada piel que yo te daba), también se invoca directamente a lo musical: habaneras de azules, vals accidentados, pianos sifilíticos, rock de carretera, sonidos de tambores…
La primera parte del poemario suena a blues, a tango; la segunda, a sonata, a canto de pájaro. Esta división sirve para separar dos ambientes en el libro, pero en ningún momento rompe la intención estética. Los paisajes de “Matérico paisaje (de tangos, habaneras y extrarradios)”, que es la primera parte, son más urbanos, más veloces, y están colmados de estímulos sensoriales. Yo puse la autopista, / la música de aquel piano dio su augurio: / tú el silencio, de nuevo, la música. El cielo argamasado de Madrid / se deshace en el polvo de la tarde, ejemplo perfecto de versos palpables. Los cinco sentidos se activan en esta parte. Todas estas sensaciones acaban plasmadas en el recuerdo, en una postal. La voz poética se presenta viajera, casi nómada, y es por esto mismo que intentará conservarlo todo, imperturbable al tiempo -quizás sea este uno de los principales objetivos de la labor poética-. Al inicio de la segunda parte culmina el proceso y se concreta esta idea en una especie de metapoética en la que podemos leer: y recuerdo también / la pirámide blanca, / la plaza con sus pájaros verdosos / –grisallas de otro tiempo, fotogramas del sueño–.
Esta segunda parte, “Impalpable paisaje (ensoñaciones, viajes, intersticios)”, invita al turismo interno y, por eso, el ambiente cambia: pasamos de un mundo acelerado a otro más tranquilo, -allí, bajo el arrecife, / donde los fósiles conviven con el liquen, / y la piedra / es húmeda y selecta-, la autora pasa de abrir el cuerpo a bocajarro en la primera parte a edificar un rompeolas para protegerlo. Aquí leemos a una voz poética más “sabia”, quizás desde una perspectiva oriental (de hecho, el último poema es un haiku en toda regla), leemos a una voz poética más conocedora de sí misma y de los demás. Hay un poema en esta segunda parte que me encanta, que lo ejemplifica a la perfección y que dice así: Amé todos los nombres / y olvidé el alfabeto; sólo entonces / reconocí mi rostro. La poeta se ha dado a los demás, lo ha aprendido todo de ellos, pero hay un momento en el que es necesario el olvido, la destrucción de lo que uno sabe, para, a través de la experiencia, volver la mirada hacia uno mismo y reconstruirse.
Añado, teniendo en cuenta los tiempos que corren, que si queréis huir de la poesía superficial y adolescente, este libro puede ser un refugio perfecto.